Vaya ironía, Beto: en la penumbra del cuarto oscuro me regalaste la luz. Allí aprendí a revelar y copiar fotografías, pero tus lecciones más valiosas fueron otras, y todas estaban hechas de palabras, porque esa fue siempre tu gran herramienta.
Durante largas jornadas en el laboratorio, mientras los químicos fijaban las imágenes, ponías música para educar mi oído con tu amplia discoteca erudita. Sin dejar de trabajar, pasabas de un tema a otro con naturalidad y soltura: hablabas de libros, de viajes, de arte, de la amistad, de la vida adulta y las mujeres inolvidables.
Varias veces falté a clases para seguir contigo mi verdadera formación. En tu archivo descubrí a Robert Capa, a Cartier-Bresson y su legendaria agencia Magnum; y repasé la vasta tradición de National Geographic con las aventuras de sus corresponsales más temerarios. Junto a ti, muchas veces de noche y con tragos encima, por naturaleza y también por imitación, reforcé mi curiosidad intelectual. Y sobre todo aprendí que la sensibilidad y la autonomía eran las mejores formas de resistencia frente a la trivialidad.
Todos estos valores han sido decisivos para mi vida y mi carrera. Pero tu mayor legado es de carácter humano. Porque fuiste generoso y gentil a tiempo completo; un seductor natural y con empatía, que entregó amor sin discriminar género, edad ni condición social. Por eso cambiaste vidas y causaste con tu partida este impacto abrumador. Por eso nuestras pantallas se han colmado con una profusión de mensajes que vienen de todas partes y de personas diversas, genuinamente lastimadas y al mismo tiempo agradecidas por el privilegio de conocerte. En demasiados testimonios, hermano, se repite hoy la misma palabra inevitable y merecida: “maestro, maestro”.
Desde esta esquina, afligido, pero orgulloso de haberse ganado un lugar en tu corazón, se suma al coro y te aplaude de pie tu alumno de siempre.
Por Sinar Alvarado