Martes 24 de septiembre de 2024
Opinión

Una hora diaria de soledad no le cae mal a nadie (por Vinicio Díaz Añez)

Vivimos en constante agitación, en un ir y venir a todos lados sin parar, sin hacer una pausa diaria de…

Una hora diaria de soledad no le cae mal a nadie (por Vinicio Díaz Añez)
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Vivimos en constante agitación, en un ir y venir a todos lados sin parar, sin hacer una pausa diaria de apenas minutos para mirarnos a nosotros mismos para hablar en soledad con ese agredido Yo interno al que muchas veces no atendemos no obstante sus reclamos silenciosos.

A menudo nos pasa que el agobio del trabajo, el trajín diario en el hogar, o la infinidad de actividades que realizamos por necesidad con una frecuencia casi cotidiana, no solamente nos producen desgaste físico y mental, sino también nos alejan de nosotros mismos sin que nos percatemos de ello.

Al decir "nosotros mismos" aludimos a la idea general con la que se suele referir al ser interior que lleva por dentro todo ser humano, a ese ente abstracto a veces llamado alma o espíritu, al cual no acostumbramos a ponerle la atención que verdaderamente se merece.

Andamos con ese amigo para arriba y para abajo y nos olvidamos de dialogar con él aunque sea una hora todos los días para preguntarle cosas tan sencillas como estas: qué sientes, cómo estás por dentro, qué necesidades tienes, quieres descansar para reponer energía, has atendido bien a tus hijos, desde cuándo no hablas de cosas divertidas con tu pareja (de aquellas de la época de novios o de la universidad); en fin, hay tantos temas alegres que echamos al desván del olvido que, justamente por no recordarlos debido a la falta de tiempo, terminan enterrados de manera irremisible.

Y es que vemos y tratamos a ese amigo interno de la misma manera como el caballero de estirpe noble y sobrada arrogancia miraba al sirviente que lo atendió toda la vida, pero que al final de sus días, cuando suelta su último aliento, tiende su mano al sirviente en señal de agradecimiento, no sin antes imprecarlo por no haber puesto el vaso de agua tibia en su mesita de noche.

Si bien es cierto que el frenético ritmo de vida que llevamos nos impulsa a distanciarnos no solamente de nosotros mismos, sino incluso de los amigos cercanos por los cuales sentimos afecto, no es menos cierto que existen diversas maneras para poder dialogar con nuestro propio Yo. Una de ellas es disponer de una hora de soledad para alimentar a ese amigo interno, una hora que deberíamos escribirla en letras grandes, subrayadas con lápiz rojo en esa agenda cargada de ocupaciones, muchas de las cuales suelen ser a veces innecesarias, al menos las que no tienen que ver con el trabajo.

Esta hora diaria en soledad debemos asumirla de la misma manera como establecemos horarios determinados para desayunar, almorzar o cenar, o incluso para otras actividades como ir a la peluquería, en el caso de las mujeres, o asistir a la partida de dominó de los sábados con los amigos, en lo que respecta a los hombres.

Debe ser una hora de total relax, lejos de ruidos o sonidos que desconcentren, escuchando la música que más te agrada, suelto de ropas ajustadas y de prendas, si es posible con apenas la vestimenta que más usas para dormir, como piezas interiores de seda bien holgadas, o ese pijama con la que te metes los fines de semana en tu cama.

Es bueno tener los pies totalmente descubiertos y buscar un sitio fijo dentro de tu hogar en el que puedas sentarte cómodamente, como el mullido sillón que tienes en el cuarto para leer o ver la televisión, o el sofá de recién casados en el que duermes cuando llegas tarde para no perturbar el tranquilo sueño de tu pareja. Ambos son ideales para hablar con la soledad.

Una vez que estés dentro de esta atmósfera de placidez y tranquilidad, que funciona también como una suerte de escenario para tu encuentro personal de sesenta minutos con la soledad, reclina ese sillón o acomoda bien bajo tu cabeza las almohadas del sofá, y cierra pausadamente los ojos.

Siempre que cerramos los ojos baja ese telón oscuro que poco a poco enciende sus propias luces para adentrarnos en sus dominios y mostrarnos imágenes que han quedado grabadas en nuestro sub-consciente.

Para ver en ese telón es necesario que despejes la mente y trates de dejar a un lado todo lo malo que se te presentó durante el día, y pensar más bien en las cosas positivas que se cruzaron dentro y fuera de tu jornada de trabajo. Aparta por una hora de tu mente la interminable cola en el banco que te hizo perder la mitad del día, o la mala cara que puso la secretaria por reclamarle que la misiva que ordenaste que escribiera estaba plagada de errores.

Mejor lo enfatizamos de otra manera: olvídate de las fobias, pues lo único que ellas hacen es perturbar el espíritu. Por cierto, sobre las fobias deberías saber que algunos de los más connotados siquiatras y sicólogos coinciden en señalar que la verdadera madurez del ser humano llega una vez que éste logra conjurar todas sus fobias.

Controlar las fobias es sin duda un problema harto, difícil, pero no imposible. Los ascetas lo han conseguido a través de sus largos y prolongados ayunos y manteniendo una vida de virtuales ermitaños y de gran compromiso filosófico y espiritual. Pero tú no tienes necesidad de llegar a tales extremos: basta con que hagas intentos diarios o regulares de reflexión en soledad para encontrarte con ese Yo interno que suele secuestrarnos el agitado medio social en el que vivimos, al que nos entregamos todos los días a sabiendas de que nos mutila espiritualmente.

Vinicio Díaz Añez

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