Jueves 19 de septiembre de 2024
Opinión

La salud amena: Relatos de un sobreviviente de un ACV (por Vinicio Díaz Añez)

No he dejado de pensar en el día en que el mundo se me vino encima. Era viernes en la…

La salud amena: Relatos de un sobreviviente de un ACV (por Vinicio Díaz Añez)
Facebook Twitter Whatsapp Telegram

No he dejado de pensar en el día en que el mundo se me vino encima. Era viernes en la tarde de un mes de junio de hace dos años, y me encontraba en la oficina atendiendo, como era usual, el ajetreo que solían producir los registros y acomodos de la nueva mercancía que en el fin de semana llegaba con puntualidad a mi almacén de ropa.

Desde el día anterior una fuerte presión había estado mortificándome la cabeza y ello hacía que la tuviera embotada y con pensamientos difusos. En ocasiones escuchaba un zumbido agudo en los oídos y sentía también como si algo inasible, y muy pesado, estuviera metido como un fantasma en mi cuerpo. Mi secretaria, por otra parte, me había dicho en varias ocasiones que mis orejas estaban rojas, y, de verdad lo estaban, pues yo sentía en ellas un calor tendencioso.

De realidad que no estaba nada bien de ánimo. Ya esos síntomas los había tenido en varias ocasiones, en algunas con mayor intensidad, otra vez con menor fuerza. La primera vez que sentí esa presión mortificante fue dos años antes de presentarse el evento que ahora me tiene vivo, pero con medio cuerpo paralizado.

En esa oportunidad el médico que desde entonces me atiende encontró, luego de practicarme varios exámenes, que mi tensión no era estable y que esos dolores fuertes de cabeza que sentía, los zumbidos en los oídos que escuchaba, y el color rojo en mis ojeras, eran los indicios de una enfermedad que actúa de manera silente llamada hipertensión.

Me informó, además, que las pruebas de sangre habían arrojado que tenía el colesterol y los triglicéridos en niveles 10 veces por encima de lo normal, y, por si fuera poco, determinaron que la glicemia estaba elevada lo que suponía riesgos de diabetes.

Una vez dibujado el lamentable cuadro de mi estado de salud, el médico me ordenó una dieta estricta para reducir los niveles de colesterol y triglicéridos, me sugirió que realizara ejercicios físicos más a menudo, que abandonara de ipso facto el hábito de fumar, y, como era de esperar, me recetó algunos medicamentos para controlar y sobrellevar a ese enemigo silente llamado hipertensión, los cuales a partir de ese mismo momento serían de uso permanente.

“A tomar medicina todos los días, qué va, eso no va conmigo”, recuerdo que le dije a mi esposa una vez que puse los pies fuera del consultorio.

Era obvio que la hipertensión que padecía era producto de los excesos alimentarios y los malos hábitos en los que había incurrido a lo largo de mis 45 años de vida. Y es que nunca me había preocupado por los efectos de comer todos los días alimentos saturados en grasa y sal. Tampoco le di mayor importancia al vicio de fumar y beber licor. Mucho menos puse atención al exceso de peso.

Para mí comer era una tentación irrefrenable. Mis desayunos eran abundantes en grasas: frituras como empanadas y pastelitos, lácteos cremosos, jugos almibarados, tocino, huevos, mayonesa, eran sólo algunos de los invitados infaltables en mis condumios matinales. Los almuerzos eran de similar factura: carnes rojas, entre ellas la de cerdo, sopas cargadas de sal, refrescos, frituras, helados y dulces.

Y ni hablar de las cenas. A la hora que llegara a la casa – que por lo general eran siempre después de las 10 de la noche – dejaba que mi gula de sibarita me arrastrara y con voracidad engullía a esa hora cualquier cantidad de pizza, hamburguesas, arepas bien cargadas de carne y salsas pesadas, huevos, batidos o helados.

GUERRA AVISADA NO MATA HIPERTENSO

Pero como les había narrado al principio, ese día viernes en la tarde estaba en mi almacén cumpliendo con mis menesteres subido en una escalera tratando de ubicar unas cajas de ropa femenina, cuando de pronto una fuerza extraña, indescriptible y tan fugaz como un rayo, hizo que me desvaneciera.

Las piernas se convirtieron en frágiles palillos de maderas y de pronto toda mi humanidad, con sus 175 kilos de peso, se precipitó al suelo. Afortunadamente caí de una altura no mayor de metro y medio. Mis empleados creían que se trataba de un resbalón y salieron presurosos a brindarme auxilio.

Notaron de inmediato que yo no me movía y que en los ojos tenía una mirada un tanto perdida producto del golpe con el piso, no obstante, y pesar del impacto, estaba plenamente consciente, pues escuchaba las voces de los empleados gritando: ¡El patrón se cayó! ¡Levántelo rápidamente y llamen a la ambulancia!

No tuve noción precisa del tiempo transcurrido mientras yacía en el piso, lo que sí recuerdo era que no podía mover ni mi pierna ni mi brazo izquierdos, la boca la sentía torcida y la lengua estaba como anestesiada, ya que no podía ejercer el dominio habitual sobre ella. Desde ese momento empecé a sentir miedo y una profunda soledad.

Ese sentimiento me acompañó desde que me colocaron en la camilla hasta que llegué al puesto de emergencia de la clínica en la que fui recluido. Mi médico me atendió una vez que supo de mi percance y, al precisar los síntomas, no vaciló en enviarme a la Unidad de Cuidados Intensivos. No era para menos: se trataba de una Accidente Cerebro Vascular, mejor conocido como ACV.

Por esa vida sibarita que llevaba el suministro de sangre a una parte del cerebro se había interrumpido repentinamente por la ruptura de vasosanguíneo en el cerebro, lo cual derramó sangre en los espacios que rodean a las células cerebrales. Así literalmente me lo explicó el médico, el mismo que dos años antes me había advertido sobre los riesgos que podía correr mi salud sino cambiaba los hábitos de vida.

Confieso de verdad que no hice nada por revertir mis hábitos de vida. No cumplí con el uso de las medicinas que me recetaron, tampoco con una dieta mesurada, continué como mi adicción al cigarro y de ejercicio, bueno, las correrías diarias en el almacén era lo más próximo a una actividad lúdica con la que podía quemar calorías.

¿Qué como vivo ahora? Bueno, luego de varias terapias he recobrado el movimiento del brazo y de la pierna, sin embargo, la movilidad de ambas no es cien por ciento efectiva todavía. Ahora sigo una dieta mucho más estricta, esto es cero grasas, cero sales, nada de frituras, nada de postres almibarados, nada de licor y nada de cigarro.

Debo decirles, que un accidente cerebro vascular puede hacerte conocer en pocas horas todas las limitaciones a las que se enfrenta a diario un minusválido.

(DESPIECE)

NO SEA EL PRÓXIMO EN LA LISTA

Las estadísticas señalan a la hipertensión como la quinta causa de muerte en Venezuela, más no se hace mención a la cifra de personas que sobreviven, frecuentemente con secuelas. Sin embargo, los especialistas comienzan a recibir la cosecha de una sociedad que asume un estilo de vida marcado por el sedentarismo, la obesidad, la adicción al cigarrillo, el consumo de comida saturada de grasas, y el poner como último ítem en el plan de cosas pendientes un control médico anual.

Se ha observado una tendencia a un incremento de la enfermedad cerebro vascular en pacientes más jóvenes y se cree que ellos están relacionados con el estilo de vida. El rango clásico de edad para el ACV se situaba en personas de más de 65 años de edad, pero actualmente se está viendo a partir de los 48 años, con un alarmante aumento de la incidencia.

Temas:

Noticias Relacionadas