La maratónica crisis humanitaria que sufre Venezuela, suele olvidarse en la medida
en que un evento de importancia y casi siempre catastrófico, sustituye a otro en
muy poco tiempo. En el año 2017 cayeron asesinados jóvenes estudiantes dignos
y valerosos, bajo la bota de la represión. Las protestas contra la dictadura fueron
reprimidas a sangre y fuego y los derechos humanos y la propiedad privada,
violados con saña y perversión. Fue la hora estelar de los “colectivos”.
Para 2017 los salarios llegaron a promediar a lo sumo, 5 a 8$ mensuales, y la
escasez de productos esenciales de toda índole, alcanzaron su piso más bajo.
Antes de la pandemia, la situación era invivible. Millones de venezolanos
emigraban como las golondrinas, con instintos naturales de volver a su medio
habitual. Las caravanas de emigrantes Iban hacia algún punto más allá de los
límites de Colombia y Brasil, donde al llegar a pequeños pueblos y ciudades
fronterizas, era como encontrar un oasis en medio del desierto.
La emigración buscó en un principio los caminos del Sur, entrando por Colombia,
y luego los emigrantes voltearon masivamente hacia el Norte, buscando la ruta que
conduce a EEUU. Fueron los años cruciales, mundialmente difundidos, del puente
internacional Simón Bolívar. Para los emigrantes, cualquier sitio que pudiera
facilitar la acogida era ideal, porque la mayoría se iba siempre con ánimos, deseos
y esperanzas de regresar. Pero en la medida que la dictadura enseñó sus garras, la
gente prefirió establecerse en la América profunda, recorriendo los senderos que
conducen a Chile o EEUU, en transporte terrestre y a pie. En el camino de ambos
destinos, miles de venezolanos se quedaron en Colombia, Perú, Ecuador y México,
a esperar la dulce hora del retorno.
Cuando llegó la pandemia en 2020, el régimen por fin concedió permiso de
residencia al hasta ese momento, dólar ilegal. Su logo se exhibió en todos los
comercios marcando el precio de los productos, y el venezolano incorporó a su
léxico cotidiano la denominación “dólares” para referirse al signo monetario.
Y por tratarse de una apertura legal, porque el dólar paralelo hizo vida en la
economía de Venezuela en forma clandestina, los emprendimientos comenzaron a
aflorar en diversos sectores sociales. El dólar marcó el rumbo de la economía del
país, incluso el lenguaje oficial lo adoptó a pesar de la aversión del gobierno.
Muchos pequeños y medianos emprendedores aprovecharon el adiós al socialismo
salvaje y la rendija capitalista que el régimen permitió, para instalarse en el
mercado de ofertas y demandas, contribuyendo a dinamizar la economía y a
mejorar el poder adquisitivo de algunas familias. Nadie, salvó el gobierno, hablaba
de sanciones, la gente común y corriente estaba luchando contra la hiperinflación
para sobreponerse al saqueo del que fue objeto el país. En apariencia, lo peor de la
crisis comenzó a ceder, porque el gobierno abandonó el socialismo a lo cubano, y
se vio obligado a permitir una ínfima apertura capitalista, eliminando controles y
ajustes de precios.
Muchos trabajadores percibían ahora salarios de 50$ mensuales en nacientes
empresas que invirtieron para aparentar un incipiente boom económico. Empresas
donde pocos concurrían pero misteriosamente, generaban ganancias. En
búsqueda de dólares, que ahora se exhibían con plena libertad en los comercios y
en la calle, la gente más pobre y arruinada, buscó cualquier actividad que les
permitiera optar a una mínima mejora en sus hogares, mientras se entronizaba la
hiperinflación.
La crisis se hizo más llevadera, porque reaparecieron los productos de primera
necesidad, estaban de nuevo en los anaqueles a precios inaccesibles para la
mayoría, pero estaban allí. Los compradores los adquirían como sea, bien por los
envíos de remesas desde el exterior, bien porque se ofrecieron tímidas ofertas de
trabajo en cadenas de supermercados y comercios de capital privado, o
simplemente por la excreción de dinero sucio desfalcado a la nación y blanqueado
en diversas inversiones.
Lo cierto es que el movimiento de compra venta aumentó. La hiperinflación se
desaceleró pero continuaron los latigazos del dólar paralelo y se mantuvo y se
mantiene la confiscación y el robo de los salarios a los trabajadores en general, y
el pago a los empleados públicos de una parte de sus menguados salarios, a través
de humillantes bonos contra la guerra económica. Guerra que el régimen mantiene
contra la clase media, haciendo imposible a la mayoría vivir con dignidad. La crisis
humanitaria sigue en pleno apogeo en 2024.
Qué veíamos en esos años nefastos que no debemos olvidar? A mendigos
“comiendo” en basureros, transeúntes en las calles como verdaderos
esperpentos, caminantes muertos en vida como zombis, enflaquecidos,
desgarbados; niños harapientos, demacrados, con semblantes de hambre y
sufrimiento. Filas infinitas de personas para adquirir dos paquetes de harina de
maíz, batallas campales en las puertas de los supermercados para acceder a
alimentos subsidiados antes de que se agotaran, pues todo el mundo sabía que
había un “comercio” subyacente con esos productos antes de que llegaran a los
sitios de expedición.
Calles vacías, silenciosas y sucias, con montañas de basura y nubes de moscas,
interminables horas nocturnas sin electricidad, agua turbia que llegaba cada 20 o
25 días a las tuberías de las casas, escasez de toda clase de productos esenciales,
ausencia total de dinero efectivo, transporte público improvisado, pasajeros
montados en camiones volteos, o encamarados en camiones de barandas, como
chivos; calles sin semáforos y oscuras como boca de lobo.
Universidades, liceos y escuelas sin alumnos, aulas vacías, locales comerciales
cerrados, edificios emblemáticos destruidos, saqueados; casas, quintas y
mansiones abandonadas, farmacias sin medicinas, hospitales sin insumos ni
personal, cadenas de supermercados con las “Santamaría” cerradas
permanentemente, o en su defecto, arruinados, con anaqueles vacíos y total
escasez de papel higiénico y productos de uso personal.
Muchos desempleados y empleados informales con ingresos menores a 3$
semanales; mendigos y más mendigos de todas las edades por todas partes,
kilométricas colas para surtir gasolina y militares en las estaciones de servicio
robando descaradamente a la vista de todos, sin escrúpulos. Policías exhibiéndose
en camionetas de lujo de alta gama. Represión desproporcionada ante cualquier
mínimo intento de protesta pública, contrabando de alimentos de muy baja
calidad a precios exorbitantes, gente angustiada, desesperada, enferma,
desequilibrada, huyendo en desbandada o haciendo cualquier cosa para no morir
de hambre.
Esas imágenes no podremos olvidarlas porque al día de hoy, el daño es irreversible.
Nada ni nadie podrá devolvernos el calor y la unión familiar que perdimos por
efectos de la revolución bolivariana, nada podrá resarcir la separación, la muerte y
la ausencia de quienes anhelaban regresar y no pudieron hacerlo nunca. La
disgregación de las familias venezolanas y la destrucción del país, es el gran legado
de la revolución bolivariana, del socialismo cubano implantado.
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