Por Alejandro Vásquez Escalona
Le cuento a alguien que un día caminaba por algún lugar. Que vi tal imagen. La describo. Manifiesto mi encanto. Y expreso mi pesar por no haber fotografiado esa visión. Hiciste la fotografía me consuela la persona a quien le narro mi experiencia visual, la viste, la procesaste con encuadre y composición estructurados por tus criterios. Ahora está almacenada en tu inconsciente. Será, comento.
A la orilla de la vía sobre el cauce de una cañada se deslizan las aguas putrefactas de desechos corporales de la ciudad. Imaginamos roedores y alimañas enseñoreados en ese ambiente nauseabundo. Al borde de la calle, huellas urbanas del consumo: envases de plásticos, artefactos eléctricos desvencijados. Inservible. Desperdicios de alimentos. Moscas. Hedor a miseria a desvergüenza. Entre el basural, dos o tres personas con triciclos humildes, desentrañan la podredumbre, zurcen con la mirada. Seleccionan. Deciden por uno que otro objeto tirado al basural. Son deshollinadores del consumo. Entretejedores de pan cotidiano en la hostilidad. La ciudad se desentiende. Mira a otro lado.
Me acosa el tedio. Me levanto de mi asiento cerca a la fosa grasienta donde lavan el chasis de mi auto. Camino a la entrada del establecimiento. Me detengo en el portón de entrada. Es casi medio día. Un hombre con franela a rayas rojas pasa frente a mí con una carretilla de dos ruedas. Lleva una poceta blanca. Un inodoro, pues. Aun se ve su espalda rojiza que refulgura con la luz del sol cuando en sentido contrario atraviesa otro hombre con otro inodoro usado también. No existe fábrica de inodoro cerca. Palpita un almacén de basura. Una pradera de objetos descuartizados Aprecio un destello amarillo entre el chatarral al otro lado de la calle donde me encuentro. Es similar a un reflector dorado entre lo grisáceo del ecosistema de desperdicios. Uno que otro auto se desplaza por la vía de asfalto, Pienso en Corman McCarthy. En su novela la Carretera.
Cruzo la calle. El resplandor amarillo se mueve por la calzada sucia de la vía como si viniera a hacia mí. El cielo es azul intenso. Cuando lo miro casi me duelen los ojos. Las nubes blancas simulan tazones de leche con espuma recién sacada de la vaca. Pienso en la vaca Noche Oscura. En mi madre ordeñándola.
La niña también despioja al basural, simultáneamente, camina hacia donde me encuentro. Ahora está más cerca. Ya no es un el espectro. Lleva un vestidito de seda amarillo sucio. Casi ocre, pero no pierde el resplandor. Camina. Hurga los desechos. Camina. Me acuclillo al lado de la vía por donde pasará. Preparo la cámara del móvil. Imagino la fotografía en contrapicado. La línea del encuadre inferior sobre la pradera de basura. La desaparezco. Demasiado sufrimiento en el mundo. No deseo sumarle más. Ella en el centro de la composición con sus nueve o doce años forrados en el vestidito amarillo. Los pies descalzos. La curiosidad de deshollinadora afilada. Los ensueños de niña intocables. Las nubes sobre el azul intenso del cielo a sus espaldas. El dolor no en la mirada. El dolor en el aliento de fotógrafo.
Me observa. Intuye mis intenciones. Sabe surfear la rudeza de la calle. Me evade. Cruza la vía. Se aleja. Me atraviesa el pensamiento sucio de cómprale la fotografía. De pervertirla para saciar la egolatría de fotógrafo. Me limpio el corazón. La dejo que se aleje. Que se funda en el entorno alumbrando todo. Quebrándole el espinazo a la tristeza con su ilusión de niña en constante búsqueda por limpiar las costras de esta ciudad anónima. Ya la fotografía la hice. La guardé en mi memoria visual. Todo es abundancia.