Jueves 13 de febrero de 2025
Cultura

Otro sol cuece el asfalto (por Alejandro Vásquez Escalona)

Conocía ese país oriental por la revista China Reconstruye que leía cuando adolescente. Mostraba con frecuencia fotografías del proceso de…

Otro sol cuece el asfalto (por Alejandro Vásquez Escalona)
Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Conocía ese país oriental por la revista China Reconstruye que leía cuando adolescente. Mostraba con frecuencia fotografías del proceso de construcción de las comunas agrícolas. Campesinos arregladitos posaban para el fotógrafo. Siempre con el libro rojo en sus manos. Ahora ve ocasionalmente algún documental sobre el Gigante dormido.

Doce del mediodía. Entra a su habitación. Un colchón que aún conserva el forro plástico de fábrica sobre el piso, sabanas destendidas y semi enrolladas similar a remolinos en aguas turbulentas. Un pequeño escritorio con silla de madera cruda, sin pintar pues. Coloca los libros que trae en un rincón. Hay otros junto a revistas y papeles diversos. Se despoja de su camisa y la lanza a su suerte. Se percibe un olor casi neutro, pero agradable.  Un día impreciso, limpia y acomoda su espacio. No hay afiches de China pegados a la pared. Solo una fotografía en blanco y negro de una mujer con una sonrisa arisca desde la ventana que da al  patio trasero del edificio. Hace calor. Es docente en una universidad de la ciudad. Afuera, sol cuece el asfalto de la calle. Es hora del regreso intermedio de donde se manosea el hueso duro de roer. Hora de meter los pies bajo la mesa. En este apartamento después del almuerzo se quedará la vajilla en el lavaplatos, esperando ser aseada para la cena. Otros platos sucios, otras cucharas. Otras revistas de National Geograhy, posiblemente, lanzadas al piso. Otros días. Otras clases. Misma vida. 

Cuando leía China Reconstruye, tenía de camarada a un tal Douglas. Hiperquinético,  casi calvo a pesar de no llegar a los veinte. Un libro bajo su axila, a veces con rastros de sudor. Y el infaltable librito rojo entre sus dedos, de donde extraía citas con frecuencia en las conversaciones que sostenía con otros camaradas, por supuesto.

Después establece pareja. En eso sigue la herencia de su mater familia: Estudiar, graduarse en la universidad encontrar trabajo, casarse, comprar una casita con jardín en frente y un carrito. A crédito todo, como debe ser. Su esposa es una mujer inteligente con silbo escurridizo de sensualidad. Labios carnosos para decirlos originalmente. Cuando  estudiante, los pintaba de rojo erótico. Ahora los colorea indistintamente, pero continúan apetecibles. A veces mirándose en el retrovisor del auto, camino al trabajo.

Noches de juerga. Viajes como pareja de cronopios cualquiera. De cervezas, vinos, películas, lecturas compartidos. De pasión alocada. Luego vienen los hijos, el colegio. Vida misma. Ahora ella se desvive por mantener la vajilla aseadita. Los libros en un estante adecuado. La ropa en el closet, olorosa y planchada. Que se pueda entrar con confianza y ver aquel apartamento limpiecito como un sol. Por eso, el viernes es día de aseo profundo. Él intenta seguir la senda del vagabundo. Desconocer  que los tiempos de Keruouac, Joplin o  Bukowski, yacen bajo lápidas de contratos y cuentas. No dejes la tapa de la poceta abierta, sabes que se escapan malas energías. Sacude los zapatos antes de entrar. Recoge y lava los platos, no soy tu sirvienta. Oye y aprende. Aprende. La ama. Ama a sus hijos. Se siente cómodo. Fuera de esto, está el precipicio. Eso cree.

Otro mediodía. El sol cuece nuevamente el asfalto de la calle por donde caminan. Días de estudiantes que no asisten a clase ni oyen al profesor que repite y repite. Tiempos de píldoras teóricas extraídas de libros prohibidos. De consignas. De férrea disciplina y travesuras censuradas. De obediencia. Vamos a almorzar  allí. Douglas señala al restaurant Pekín. A su acompañante le sorprende la invitación, pero se deja llevar. Ni sueña que sobre aquel comedero oriental se apoya el apartamento que habitará con fotografía en blanco y negro de mujer de sonrisa arisca en la ventana. Estás loco, con qué dinero pagaremos. El hombre blanco y casi calvo se ríe. Lleva el librito rojo entre sus dedos. Entran. Se acomodan como comensales asiduos. Solicitan al mesonero. Llámame al dueño, ordena Douglas. El Mozo se resiste un poco. Luego cede. Camina hacia la parte interna del restaurant.

Otro intento. Una mujer lee acostada sobre el piso. Su cabello extendido simula una alfombra castaño sobre el cojín del sofá donde apoya su cabeza. Un vaso de café humea a su lado. Está descalza. Huele a Joplin a Hendrix, a Bukowski quizás. Él entra a ese otro apartamento. Saluda con un beso. Es mediodía. Ya saben lo que hace el sol en la calle. Coloca la computadora portátil sobre un escritorio ordenado y limpio. Va a la cocina y afila el horno. Pela verduras. Ordena en fila los condimentos. Aseadito todo. Mientras el fuego hace su labor bajo una olla, barre y lampacea. En la sala, van dejando una especie de muñequito de tiza pintado en el piso. Se envalentona amablemente. Dame un ladito para coletear allí. Que fastidio responde la mujer y se levanta.

El tilín de los móviles colgados sobre la puerta que da seguro a las habitaciones u oficinas del Pekín, queda atrás. Su propietario más amarillo de lo habitual, oye el discurso planfletario del muchacho hiperquinético que mueve su mano el librito rojo engarzado a los dedos. Le enrostra amablemente al hombre diminuto Las cinco Tesis filosóficas. A nosotros nos envió a almorzar aquí  el gran timonel Mao Tse Tung. Nos dijo que usted era un camarada de confianza. Que no nos cobraría. Somos propulsores de la revolución, por tanto ni pensar que informará a la policía. Y bla, bla, bla. El oriental, preciso, sin inmutarse. Sin dudar, ordena al mesonero. Silvele lo que pilan los señoles, ahola y cuando vuelvan. Inclina su cabeza respetuosamente. Se retira. Seguramente con el pensamiento que le incendia por dentro. Tantos miles de kilómetros recorridos en su huida para escapar del  eructo rojo del gigante dormido. Después en la calle soleada, los muchachos disfrutarán con estruendosas carcajadas la sobremesa de aquel almuerzo agridulce. No volverán al restaurant. Nunca se sabe.

Baja de su auto. Abre la cajuela. Saca su contenido. Otra vez maleteado, botado de tu casa, pregunta el compañero que desde el jardín de su hogar juguetea con los hijos. Lleva una cámara fotográfica. Vengo a que me des un ladito en tu casa. Con su equipaje trae cara de velorio. Su compañero, que no es Douglas blande su máquina fotografiadora. Sabe que no es frecuente ver divorciado por segunda vez a un hombre que aprendió a ser hacendoso y casero. Que limpie. Que planche. Suena un click. Seguramente es el semen que engendrará un retrato, virado al sepia. Nunca se sabe.

Temas:

Noticias Relacionadas