La tarde asienta su paso sobre la pradera. La luz ambarina del sol de primavera comienza a espolvorearse suave y horizontalmente sobre el sembradío de grama. Hoy no corrió sobre la pista de asfalto que está un poco más abajo del parque. Acostado con los brazos extendidos sobre el césped mira el cielo azul. Eso hace con frecuencia. No respira profundo, ni cuenta hasta diez. Las nubes se mueven como seres vivos. Simulan la dinámica que les suministra la imaginación. Si desde arriba alguien observara la tierra, en ese pedacito de verde, tal vez vería un mar espinoso donde navega un madero borroso, pero sereno.
Se levanta en la madrugada. Disfruta del silencio que la acompaña. Medita. Se ejercita. Acostumbra a preparar el desayuno para todos. Las mujeres se marchan a sus trabajos. Escribe un cuento. En las fisuras de descanso del tecleo sobre una computadora medio tísica por su larga edad, limpia el apartamentico donde habitan. Se sienta escribe. Sestea. Hace una pausa, pues. Comienza a preparar el almuerzo. Se sienta, escribe. Asea la salita sanitaria. Acomoda los trastes de cocina limpios.
Temprano su hija le escribió desde el móvil un mensaje de texto. Pá tomáte una de esas dos cervezas que quedan en la mesa del regalo de mi cumpleaños. Introdujo una de las latas de Brahma de 473cc amarilla, blanca y roja al refrigerador. Ahora lo recuerda, abre la nevera, vierte la bebida en un vaso de vidrio. El color ambarino del líquido ilumina su alegría. Escribió un cuento. Publica dos relatos mensuales. No sabe si tiene lectores. Disfruta escribir. El dinero que le pagan alcanza para sostener una esquirla de su vida. La otra la sostienen sus hijos. Y vuela. Vuela. Hoy hizo sus deberes. Es Mediodía. No hace calor. No huele a flores. Es primavera.
Mediatarde. Tiende las camas. Creará algunas imágenes. Fotografía gente, objetos que son como palabras, frases envasijadas en carpetas en el vientre de su computadora anémica. Yuxtapuestas forman narraciones. Ahora sabe, que se denomina Fotografía narrativa. Leyó. Antes lo hacía intuitivamente. Suena el teléfono. Un mensaje de voz. Te espero en el supermercado para que me ayudes en la compra de víveres para la semana. Hay buena vibra. Eso dirían los coauch, los arregla vidas. Ella selecciona los alimentos a adquirir. Él Empuja el carrito. Alcanzan la cifra de dinero disponible. Termina la faena. Cancelan en la caja, presidida por una muchacha de lentes de aumento que no son culebotella. No es fea. Se retiran del supermercado. Cada uno con su bolsa de víveres en la diestra. No se ven alegres. Tampoco molestos. Caminan unas siete cuadras.
La madre de su hija, no es muy espléndida en alabanzas. Un junco en el desierto, con todo al entrar en el apartamentico, hace una especie de travelling. Si se escudriña su rostro, como detrás de un cristal opaco por la humedad, se ve satisfecha. Finaliza el movimiento de cámara en la mesa donde estaban las cervezas. Solo hay una. Que decepción, cómo pudiste tomarte la cerveza de tu hija. Me escribió y me la regaló. No se justifica, que decepción. La mujer brama. Acostado con los brazos extendidos sobre el césped mira el cielo azul.
Alejandro Vásquez Escalona