La semana anterior llegó temprano a clases de redacción. Ya había algunos compañeros de curso en el salón. Estudiaba periodismo. Mesas para dos con sus respectivas máquinas de escribir Olivetti mecánicas. Un ventanal amplio abierto como boca alargada permitía que se desbordara la luz mañanera en el espacio blanco hueso. Dejaba ver un jardín de árboles de sauces. Suelo cubierto de hojas. A la hora exacta entró el profesor. Alto. Impecablemente trajeado de gris claro anteojos de miope suave. Qué sucede preguntó sorprendido al ver al estudiante acostado sobre su escritorio. Era un muchacho sobresaliente. Desenfadado. Cabello y barba negrísimamente escasos y descuidados. Veintipocos años. Estamos desencantados del curso, profesor. No vemos nada nuevo en relación con el anterior. A caramba, y que proponen ustedes, indagó el docente con interés, sin molestarse. Que nos deje escribir libremente sin indicaciones de manuales. Libremente. Me parece muy bien, respondió el docente. Esa clase se dedicó a leer y expresar lo que escribirían.
El muchacho apretuja cuatro franelas, tres pantalones de jeans entre otras vestimentas en la mochila verde militar. La carpa y el saco de dormir ocupan casi todo el espacio del morral. Vive con su hermano que es casado. Dos niños. Ellos están de vacaciones en un caserío cercano al mar a ocho horas de carretera de la ciudad donde habitan los cuatros en un apartamento sencillo. Sin biblioteca. Sale de la vivienda. Camina en bajada por la calle frente al edificio. Tararea algo impreciso. Alegre. Tiempos de Rock de Led Zeppelind, The Rollings Stone. De plegarias de paz en boca de una Joan Baéz. De guitarra alucinada de un Jimmy Hendrix o Carlos Santana. Ciudad inmensa comparada con el caserío campesino de donde provienen. Coches. Autos. Motocicletas. Inicio del día. No huele a pastizales.
Todos adheridos a una cartelera en la pared, parecen insectos aplastados sobre el parabrisas de un auto veloz en la carretera. No escuchan el lara bla, plas, dis, tras de las conversaciones de los otros estudiantes que se desplazan por los pasillos. Ni ven la luz lechosa que invade el recinto por la ventana desde el patio del edificio. Él ya vio la cartelera. Máxima calificación. Ego harto. Con todo, camina suave. Espalda curvada. Mirada blandamente escapada. Solitaria. En su cerebro deambula El proceso, El Castillo, La Metamorfosis, El Artista del hambre… Gregorio Sansa. El señor K. entre otros revuelve el caldo de la culpa, la angustia, la soledad. Asistirá a la clase de cine para cerrar la mañana. Puede que vean y conversen sobre Metrópolis de Fritz Lang. Ojalá sea Vecinos, de McLaren. Ojalá.
Las rayas de la pintura blanca al borde de la carretera de asfalto bailaban con las curvas como ondas de luz. Vegetación cerrada a ambos lados. Vapor del mediodía. Los tres caminan pesadamente. De cuando en cuando voltean para hacer autostop. Nadie atiende su solicitud. Sendas mochila sobre las espaldas. La noche anterior acamparon en la plaza del pueblo cercano que dejaron atrás. Vienen del mar donde pasaron la semana. Andan de vacaciones escolares. Regresa. No sobrepasaban los dieciséis años.
Él es un muchacho estirado por su delgadez, sin alcanzar una estatura descollante. Cabello negro. Bronceado indígena. Una barba asomaban tímidamente sobre su rostro. La mochila sobre su espalda es verde militar. El Wolsvagen escarabajo azul deslucido disminuye la marcha. Se arrima a la orilla de la carretera frente a ellos. La banda blanca de los neumáticos parece que se hubiesen manchado con las señales del mismo color en los bordes de la vía. El conductor del vehiculo baja y mueve los brazos para atraer la atención de los caminantes. Él se acerca. Entablan conversación. Los otros observan sentados en la orilla de la carretera. Sol implacable. Calor.
Ambiente de entusiasmo. Se sienten Truman Capote, Tom Wolf o Al menos Norman Mailer. Algunos piensan en Eugenio Montejo O Rafael Cadenas. Apunta a la luna. Quizás logren atinar al menos a un lucero distraído. Es la sesión de lectura de trabajos cimarrones del curso de periodismo. El docente posee una imaginación cuadrada. Escasa lectura encima. Algún día escribió notas en diario venido a menos donde sobresalían los agregó, sostuvo. Y los ya para finalizar. Con todo, su condescendencia es amplia como sabana de pastoreo campestre. El muchacho de la barba negra y descuidada, lee una especie de cuento que habla de Frida. De un agrimensor. Del señor K. Y un castillo. Termina la lectura. Silencio respetuoso. Excelente dice el docente. Los otros leen lo suyo.
Acostado sobre una cama tosca, humilde mira el vacío. Al tedio de la tarde que se acerca. Si lloviera sonaría la melodía húmeda de las goteras sobre el tejado de zinc. Solo hay lluvia de sol. Sudor. La casita está en construcción. Desde dentro de las paredes de chapa, comienzan a emergen dos hilera de ladrillos rojos. Se voltea cara al piso de tierra rojiza pisada. Mira debajo del camastro. Ve un libro. Se sienta y se introduce debajo del lecho. Lo toma. No tiene tapa ni contratapa. Solo ciénagas de letras negras en sus trescientas páginas. Vuelve a acostarse. Y comienza a leerlo. Un agrimensor en visita de labores a la ciudad. Cierta pesadez brumosa en el ambiente. Un castillo. Un señor k imprecisable. Y Frida, hermosamente extraña. Lee. Lee. Se borra. Antes su madre le sirvió almuerzo. En la carretera encontré a Clemente. Veníamos cansados de caminar. Nos dio dinero para el pasaje en autobús, sostiene el muchacho. Bendita casualidad dijo su madre, mientras lava la vajilla.