“Tienen los franceses una bella costumbre que nosotros deberíamos imitar… El día primero del año todos los que han tenido algunas relaciones se buscan, se abrazan y se dan el ósculo de la amistad, dando por terminadas todas las diferencias”
De algo muy venezolano, como es el abrazo de Año Nuevo, bordó una fina estampa Andrés Eloy Blanco.
Fue cuando finalizaba el año de 1923, la medianoche madrileña del 31 de diciembre. Vibra en medio de la nostálgica madeja de estrofas.
“Aquí es tradición que en esta noche, cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega, todos los hombres coman, al compás de las horas, las doce uvas de la Noche Vieja. Pero aquí no se abrazan ni gritan ¡Feliz Año! Como en los pueblos de mi tierra; en este gozo hay menos caridad; la alegría de cada cual va sola y la tristeza del que está al margen del tumulto acusa lo inevitable de la casa ajena”.
Así, el joven y laureado poeta, meditativo ante la Puerta del Sol, soñando en la ruta de las carabelas tres años antes de la proeza de Lindbergh, haciendo un recorrido de sueños y remembranzas desde la tierra castellana hasta la arena cumanesa, desde las bocas del Guadalquivir hasta las del Orinoco, desde el Mediterráneo hasta el Mar de las Antillas y desde la gran plaza madrileña hasta la Plaza Bolívar de Caracas, pintada en sus versos famosos:
“¡Oh, nuestras plazas, donde van las gentes, sin conocerse, con la buena nueva! Las manos que se buscan con efusión unánime de ser hormigas de la misma cueva; y al hombre que está solo, bajo un árbol, le dicen cosas de honda fortaleza: Venir, compadre, que las horas pasan, ¡Pero aprendamos a pasar con ellas! Y el cañonazo en la Planicie, Y el Himno Nacional desde la Iglesia, y el amigo que viene a saludarnos:¡Feliz Año, señores!- y los criados que llegan a recibir en nuestros brazos el amor de la casa buena. Y el beso familiar a media noche: la bendición, mi madre. ¡Qué el señor te proteja…! Y después, en el claro comedor de la familia
Congregada para cena.
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