La tarde del 31 de diciembre, Misael Santos, hizo cuanto pudo para retrasar su salida del trabajo.
Mientras sus compañeros estaban urgidos por irse a su casa, él daba vueltas para alargar la jornada.
A los demás les esperaban alegrías propias del fin de año: la cena, las confites para los niños, las bebidas para los adultos, ir la peluquería, comprar regalos, en cambio, a Misael nadie le esperaba en su casa, la esposa lo había abandonado buscando en Chile una mejor vida, le siguieron los hijos, la madre había muerto en agosto 5 y en octubre 21 se había ido su única hermana.
Hubo un tiempo que Misael era el ánimo de la empresa, organizaba tertulias, invitaba a los amigos a ver el fútbol en casa. Eso cambió cuando Margarita lo dejó de querer.
– Me voy Misael, le dijo una mañana. Los intentos por recuperar el amor de Margarita fueron muchos y continuados. De nada valieron cenas, pizzas, ramos de flores, serenatas del amigo Kiko con su guitarra, contando la historia de canciones como Nosotros que nos queremos tanto, un amor roto por la enfermedad, Nada sirvió para reconquistar a la mujer, en realidad ella había perdido el encanto del lugar por las dificultades económicas. Una cosa llevó a la otra. Así estaba sumida en la desesperanza cuando la sobrina María Luisa le habló de Santiago de Chile, de los andes cubiertos de hielo, las playas, sobraban oportunidades, eso lo veía en los videos y las fotografías enviadas por el whatsapp a su sobrina. “Nos vamos sobrina”, dijo y le pusieron fecha a la aventura.
Misael falló en el intento por retener a sus hijos quienes calladitos fueron preparando la partida siguiendo los pasos de la madre.
Al principio, Misael simuló llevar una vida normal, invitaba a los amigos a tomar unos tragos aludiendo que Margarita se había ido donde la madre por el fin de semana.
Los amigos del trabajo notaban cambios como: las camisas no estaban planchadas y el vianda era un desastre.
Comenzó por hacerse un tipo silencioso. Decía lo estrictamente necesario para los asuntos laborales.
Ese 31 le dieron las 8 de la noche en la oficina.
– Tenemos que cerrar, dijo el supervisor. ¿Te llevo a la casa, Misael?
– No es necesario, gracias, debo comprar algunas cosas en el centro comercial.
A pesar de estar retirado decidió caminar. Desde la calle observaba la felicidad de los otros. Pasó la esquina de la farmacia, un trecho en penumbras, caminaba despacio como sin rumbo, una música de armónica escuchó sin poder precisar exactamente el lugar de donde provenía, afinó el oído, retrocedió unos pasos, un rayo de luz emergía de la acera, se acercó confirmando que de allí también surgía la música. Era una alcantarilla, levantó la tapa, vaya sorpresa, nunca había imaginado que el interior de un lugar como ese fuese tan espacioso.
Viven ustedes aquí, Misael con cara de asombro.
Aquí vivimos, señor, respondió un hombre de barba descuida, sentado en un tobo de pintura, a su lado una mujer de cabello largo, venga, entre, aquí hay lugar para usted, acercó otro tobo de pintura, Misael pensó un poco, bajó unas escaleras.
Soy Misael, un gusto conocerlos. Estrecharon las manos. Una tabla sobre otro tobo de pintura hacía de mesa, con un plato y un pan de jamón.
¿Reciben el año aquí y esta es su cena?
Sí, señor.
No veo relojes, ni radio ¿cómo saben que son las 12, la llegada del año nuevo?
Sencillo, señor, escuchamos los fuegos artificiales, la algarabía de la gente. Aquí se escucha el alboroto de la ciudad. Es como una caja de resonancia esta cueva ¿sabe?
¿Su esposa qué hace, es decir trabaja?
Es mi hija, mi señora murió hará un año.
Silencio, retoma la melodía de la armónica. Misael sentía una paz indescriptible, en aquel sitio desprovisto de toda comodidad, con las condiciones más deplorables, podía experimentar desde hacía mucho algo muy parecido a la felicidad.
Antes de sonar las 12 campanadas conversaron de sus vidas, Misael contó de sus pérdidas, de sus tristezas, lo mismo aquellos habitantes subterráneos. Cenaron del pan, la ciudad detonó con sus cohetes y luces, la algarabía se metió en la cueva.
-Esa es Doña Asunción, reconocían las voces
-Ese es Víctor Alejandro, el niño de la señora Jazmina.
El abrazo de tres removió por dentro a Misael.
Quiero que vengan a vivir conmigo, dijo.
¿Lo dice en serio, Señor?
¿Así sin conocernos?
Si.
Al año siguiente, Misael invitó a sus amigos, les presentó a su nueva esposa, a su suegro. Tres tobos de pintura alrededor de una tabla sobre un cuarto tobo, al lado del sofá a manera de mesa.
¿Y eso?, preguntó un amigo.
Es una larga historia, dijo Misael, mientras una lágrima rodaba por las mejillas de su esposa con un niño de meses en los brazos.
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JC